Este ensayo es resultado de algunas reflexiones derivadas de varios y reiterados intercambios de opiniones, efectuados en el grupo OND. Su título refiere a una disyuntiva –según entendemos, falsa- entre “populismo” y “neoliberalismo”, ideologías supuestamente contrapuestas que se encontrarían protagonizando un conflicto de fondo en el escenario de las relaciones internacionales.
Existen dos motivos por los cuales, para rebatir esas afirmaciones, elejimos el formato del ensayo escrito y no el de la oralidad, en el que fueron expresadas. El primero, porque la escritura nos parece un medio mucho más eficaz que el discurso oral para ordenar, precisar y sistematizar ideas y pensamientos, e iniciar de ese modo un debate serio de argumentos y razones. El segundo, relacionado con el primero, es que, en lo personal, resulta más preciso expresarse por escrito que en forma oral.
Hemos sostenido que la disyuntiva entre “populismo” y “neoliberalismo” es falsa, y eso merece una explicación, que intentaremos brindar a continuación. Al respecto, comenzaremos por señalar que ambas palabras se encuentran vaciadas de sentido, y casi nadie las utiliza orgullosamente, sino que, por lo general, sirven meramente como instrumentos de lucha, para anatematizar a las fuerzas políticas y/o gobiernos que no son del agrado del que las emplea.
En una vereda, quienes se autoperciben como republicanos o como liberales (nunca neo) suelen caracterizar como “populistas” a las fuerzas políticas y/o gobiernos que entienden que no lo son, y que por eso les desagradan. En la de enfrente, quienes se autoperciben como demócratas, o como socialistas, o aun como “de izquierda”, caracterizan como “neoliberales” a las fuerzas políticas y/o gobiernos que, por distintos motivos, consideran que no lo son y que, por esa razón, les desagradan.
Por eso, para saber si tiene sentido, más allá del uso polémico de las palabras, definir a alguien como “populista” o como “neoliberal”, o plantear la existencia de conflicto entre “populismo” y “neoliberalismo”, resulta necesario establecer el significado de dichos términos. Eso es, precisamente, lo que procuraremos hacer en las próximas páginas.
1.- ¿Qué es “populismo”?
1.a) Norberto Bobbio define como populistas a “…aquellas fórmulas políticas por las cuales el pueblo, considerado como conjunto social homogéneo y como depositario exclusivo de valores positivos, específicos y permanentes, es fuente de referencia”. Bobbio agrega que, debido a la ambigüedad del término y a la falta de una elaboración teórica y sistemática, el populismo, “Como denominación se adapta fácilmente (…) a doctrinas y a fórmulas articuladas de manera diferente y divergentes en la apariencia, pero unidas en el propio núcleo esencial por la referencia al tema central y por la contraposición encarnizada a doctrinas y fórmulas de derivación distinta”.
En efecto, para el populismo -según Bobbio- cualquier construcción ideológica es mistificante y engañosa: la ideología populista se reduce a un núcleo susceptible, por motivos pragmáticos, de variantes radicales. En síntesis, se caracteriza por la desorganicidad ideológica, el eclecticismo y el desprecio por el orden constituido y por las formulaciones ideológicas. Se presenta a sí mismo como protesta contra el sistema y como anti-ideología.
Desde esta perspectiva, el primer gran problema que persiste para comprender qué es el populismo, es la falta de precisión en torno al concepto de “pueblo”. Por lo general, sin embargo, el análisis de varios ejemplos del empleo del término por parte de gobiernos usualmente caracterizados como populistas parecería indicar que con el mismo término se evoca intuitivamente al elemento social nacional menos contaminado por injerencias externas y, dependiendo del tipo de organización económica de cada sociedad, con la población rural en países de economía agrícola, y con la masa de los trabajadores industriales en países con fuertes índices de concentración urbana.
El segundo gran problema es que a ese elemento social –el “pueblo”- se lo considera como una masa homogénea y, por ello, para el populismo no existe división entre clases ni, mucho menos, lucha de clases. La única división que concibe es entre “pueblo” y “no pueblo” o “anti-pueblo”, habitualmente representado por una élite cosmopolita y supuestamente imperialista, a la que se denomina “oligarquía”, y también por sectores en principio pertenecientes a las masas populares pero a los que se anatematiza como portadores de ideologías o de valores extraños o incongruentes respecto de la tradición popular autóctona, como suele ser el caso de algunas agrupaciones de izquierda. Por otra parte, habitualmente el “no pueblo” o “anti-pueblo” es visto bajo una luz demoníaca, como partícipe de una conjura permanente y de proporciones universales.
Probablemente debido a que en la definición siguen persistiendo dificultades para que cualquier persona pueda comprender en la práctica qué es “pueblo” y qué no lo es, los regímenes populistas son encabezados por líderes carismáticos, que deben oficiar de intérpretes casi sagrados y religiosos de la voluntad y del espíritu del pueblo.
Bobbio, por fin, discrimina tres categorías de populismos:
1.- nacional-populismos, entre los cuales ubica al fascismo, al nazismo y al peronismo.
2.- populismos revolucionarios, entre los cuales ubica al estalinismo y al castrismo.
3.- populismos democráticos o pluralistas, que se caracterizan por ser pluralistas en sus relaciones interiores y expansionistas en sus relaciones exteriores. Entre ellos ubica al sistema democrático israelita y al sistema democrático indio.
1.b) Ernesto Laclau propone no intentar una definición del término “populismo”, sino preguntarse por las condiciones de posibilidad del fenómeno y los contextos sociales en los que emerge, renunciando a la pretensión de ligar el concepto con un contenido universal. En este sentido, la teoría de las demandas sociales le permite advertir en la estructura social gran cantidad de antagonismos entre grupos que generan reclamos de inclusión en el sistema y grupos que se oponen a ellos. Cuando las demandas de los primeros son sistemáticamente insatisfechas, se extienden y se ponen en contacto con otras similares, pasando de ser demandas democráticas a ser demandas populares.
De este modo, Laclau articula una definición de “pueblo” como el espacio integrado por quienes están en posición de subordinación y han elaborado demandas no satisfechas.
El populismo, entonces, es concebido por Laclau como una forma de constituir una identidad social a partir de esos sectores subordinados. Sin embargo, para determinar lo propio de esta articulación identitaria, opera un recurso retórico que introduce una distinción en el espacio social, dividiéndolo en dos campos: un "nosotros-pueblo" frente a un "ellos-poder". El populismo, así, supone la construcción de una identidad popular generada por las exclusiones sociales que el sistema produce en su propia configuración: la parte dañada (lo definido como pueblo) pretende presentarse como el todo.
Según Laclau, entender al populismo en términos de lógica discursiva de funcionamiento impide asignarle a priori un contenido ideológico (reaccionario, revolucionario, izquierda, derecha), ya que ese contenido depende en cada caso de la cadena de significados construida, de los grupos movilizados y de los sentidos que fijan la cadena. El populismo es más una lógica política que un movimiento, ideología o sistema.
2.- Los populismos latinoamericanos
La mayor parte de los análisis realizados sobre los populismos latinoamericanos (como los de Germani y Di Tella), incluido el peronismo, coinciden en señalar que los mismos han surgido, como movimientos sociopolíticos y en ocasiones como regímenes estatales, en períodos históricos de transición entre economías predominantemente agrícolas y economías industriales y, concomitantemente, entre sistemas políticos de participación restringida y sistemas políticos con participación amplia.
Por otra parte, según Germani, la rápida y masiva incorporación de amplios sectores populares a la vida política nacional desbordó los canales institucionales, y dio lugar a la aparición de élites surgidas al calor del nuevo clima histórico, que dispusieron de la posibilidad y los medios para manipular a las masas en proceso de movilización con arreglo a sus fines. En tal sentido, subyace en su concepción la tesis del carácter heterónomo de los movimientos populistas: tanto en su ideología como en sus formas organizativas y metas, dichos movimientos no serían el producto de la constitución autónoma de las masas en sujetos políticos, sino que conllevarían su subordinación a las élites, y por lo general al líder carismático que dirige y controla la movilización.
3.- ¿Qué es “neoliberalismo”?
Con la palabra “neoliberalismo” se alude originalmente a una corriente económica y política inspiradora del resurgimiento de ideas y políticas vinculadas con el liberalismo económico clásico, potenciada desde las décadas de 1970 y 1980, principalmente en Chile durante la dictadura de Augusto Pinochet y en Gran Bretaña y Estados Unidos durante los gobiernos de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, respectivamente.
El término es a menudo asociado a los trabajos de los economistas Friedrich Von Hayek y Milton Friedman, en los que se promueve la liberalización de la economía, el libre comercio y una drástica reducción del gasto público y de la intervención del Estado.
Asimismo, se sostiene que el sector privado –conformado por consumidores y empresarios- debería pasar a desempeñar las competencias tradicionalmente asumidas por el estado y financiadas con impuestos pagados por los contribuyentes.
Sin embargo, el término “neoliberalismo” ha seguido usándose luego de la década del ’80, aunque de una manera confusa y -sospecho- no siempre con aquel sentido original.
Por eso, resulta valioso el contemporáneo intento del filósofo surcoreano Byung-Chul Han por precisar el concepto, definiendo al neoliberalismo como “capitalismo financiero con modos de producción posindustriales e inmateriales”, un sistema en el que nadie trabaja para sí, sino para el capital, cuyas necesidades se conciben erróneamente como propias. En este sentido, lo que distinguiría al neoliberalismo sería su eficiencia para explotar la libertad de mercado, convirtiendo -o pretendiendo convertir- al trabajador en empresario.
De esta manera, toda vez que el modo de producción del neoliberalismo ya no requeriría de trabajadores dependientes de empresarios capitalistas, sino de trabajadores que se autoexplotan en sus propias empresas, la lucha de clases se transformaría en lucha interna de estos trabajadores-empresarios consigo mismos. La lógica del régimen neoliberal –dice Han- impide entonces que surja resistencia, porque quien fracasa asume la responsabilidad del fracaso o se avergüenza, pero no pone en duda al sistema.
En este orden de ideas, el pensador surcoreano sostiene que el conjunto de técnicas de poder del régimen neoliberal -a las que denomina “psicopolítica”- estabiliza y reproduce el sistema dominante mediante la programación y el control psicológicos.
Estas técnicas no consisten en apoderarse directamente del individuo, sino en ocuparse de que éste actúe de tal modo que reproduzca por sí mismo el entramado de dominación que es interpretado por él como libertad. Así, a través de seminarios y talleres de management personal e inteligencia emocional, o jornadas de coaching empresarial y liderazgo que prometen optimización personal e incremento de la eficiencia sin límite, se busca explotar la psiquis para lograr que coincidan plenamente la propia optimización y el sometimiento.
La nueva concepción del poder consiste en el control psicopolítico del futuro y, por eso, la técnica más importante de la psicopolítica neoliberal es para Han el “panóptico digital”, que estimula a comunicar y a consumir.
En el “panóptico digital”, en el que predomina la apariencia de la libertad y la comunicación ilimitadas, tiene lugar un desnudamiento voluntario que permite hacer pronósticos sobre el comportamiento de los consumidores y optimizar el mercado. No por casualidad los datos personales se capitalizan y comercializan, asegurando a la psicopolítica digital una capacidad de prospección que significa el fin de la libertad.
El Big Data hace visible y predice el comportamiento colectivo, pues accede al inconsciente de nuestras acciones e inclinaciones, apoderándose del comportamiento de las masas a un nivel que escapa a la conciencia y haciendo legibles para el sistema deseos de los que no somos conscientes de forma expresa.
La definición de “neoliberalismo” desarrollada en los últimos párrafos proporciona un excelente instrumento para caracterizar a una cultura de alcance planetario, que a partir de imperativos de orden económico, impregna en todos los aspectos la vida de todos y todas quienes habitan en este mundo.
Sin embargo, no parece lo suficientemente útil en orden a establecer un criterio unificado para determinar qué es lo que en la práctica se quiere decir con esa palabra cuando se la utiliza, de manera coloquial y con una connotación negativa, para englobar una gran diversidad de ideas muy dispares presentes dentro de los espectros del liberalismo y el conservadurismo, así como a agrupaciones políticas y/o gobiernos a los que suele identificarse con esas ideas.
4.- Neoliberalismo en Argentina
Si se entiende “neoliberalismo” en el sentido asignado al término en las décadas de 1970 y 1980, el plan económico de la dictadura militar, implementado por el ministro de economía José Alfredo Martínez de Hoz, fue en 1976 el primer intento de desarrollar un programa neoliberal en Argentina.
Con la alegada finalidad de combatir la inflación, el gobierno buscó reducir la impresión de dinero, congeló los sueldos y llevó adelante un plan de austeridad fiscal. Además, en el marco de una política de libre mercado, permitió que los productos extranjeros ingresaran libremente al país. Las consecuencias fueron nefastas: no sólo no se redujo la inflación, sino que se produjo una caída catastrófica en el salario real de la clase trabajadora, y la industria argentina, que no pudo competir con las manufacturas importadas, declinó rápidamente.
Entre 1991 y 2001 un nuevo programa neoliberal, esta vez diseñado por el ministro de economía Domingo Cavallo, tuvo como principal herramienta la ley de convertibilidad entre pesos y dólares, con la que se logró controlar la inflación, pero al precio de una recesión y una desocupación crecientes -en gran parte resultado del carácter cada vez más ficticio del tipo de cambio-, que se fueron acentuando a medida que pasaba el tiempo.
Aunque el objetivo inmediato fue en este caso la privatización de los servicios públicos, la necesidad electoral de mantener el tipo de cambio hizo que, una vez agotados los ingresos provenientes de aquélla, el gobierno (el de Carlos Menem primero y el de Fernando De la Rúa después) desregulara las operaciones financieras y se endeudara a niveles astronómicos, sin que nada de esa deuda se destinara al desarrollo de la actividad industrial[1].
Los resultados finales del plan fueron tasas de desempleo y pobreza nunca antes vistas, que llevaron a la crisis de diciembre de 2001, cuya consecuencia política fue la renuncia de De la Rúa, reemplazado primero por Adolfo Rodríguez Saá, que declaró el default, y luego por Eduardo Duhalde, que derogó la ley de convertibilidad.
Con el gobierno de De la Rúa terminó también esa experiencia neoliberal en la Argentina. Lo que siguió después fueron intentos más o menos exitosos por reconstruir el Estado, otorgándole un protagonismo creciente en el ámbito de las relaciones económicas. Nada que ver con la liberalización de la economía o el libre comercio, y sí mucho con un aumento permanente -y a veces descontrolado e irresponsable- del gasto público. Es lo que sucedió en gobiernos peronistas (el de Duhalde, el de Néstor Kirchner y los de Cristina Fernández de Kirchner), pero también en el de Mauricio Macri.
La principal diferencia entre esas administraciones, más allá de lo encendido de algunos discursos, no fue ideológica sino de gestión. Mientras las de Duhalde y Kirchner significaron saludables intentos de cuidar las cuentas públicas al tiempo que se restauraban políticas neokeynesianas y se promovía una necesaria industrialización del país a partir de la reconstrucción del mercado interno, las de Cristina y Macri se caracterizaron -cada una a su manera- por desmanejos de la economía, con un gasto público a menudo caótico e irresponsable, durante el gobierno de la primera, a lo que se sumó una deuda de dimensiones desproporcionadas, durante el del segundo.
5.- ¿Qué se quiere decir en Argentina cuando se habla de “populismo” y qué se quiere decir cuando se habla de “neoliberalismo”?
Definidos así los términos, no quedan dudas de que, cuando la mayoría de los políticos y algunos supuestos intelectuales hablan en Argentina de “populismo” y de “neoliberalismo”, no utilizan dichas palabras en un sentido técnico y neutral como el que he intentado precisar. Para empezar, porque no es habitual que las empleen de ese modo, sino de uno partidista y valorativo, cargado en ambos casos de connotaciones negativas.
En efecto, “populista” y “neoliberal” son palabras con las que casi nadie se autodefine, pero que sirven como herramientas de combate a los que no se consideran como “populistas” o como “neoliberales” para denigrar con tales motes a sus adversarios o enemigos. Así, quien es acusado de populista acusa a su acusador de neoliberal, y quien es acusado de neoliberal acusa a su acusador de populista.
Entonces, ¿qué quieren decir la mayoría de los políticos y algunos supuestos intelectuales cuando hablan de “populismo” y “neoliberalismo”? ¿Saben qué quieren decir? En caso afirmativo, ¿esas palabras tienen para ellos un significado preciso? Son preguntas de difícil respuesta, pero intentaré contestarlas arriesgando varias ideas. Comenzaremos ensayando una clasificación binaria de agrupaciones políticas, teniendo en cuenta el modo en que sus miembros se autoperciben y se muestran ante el electorado:
1.- existe un tipo de agrupación política cuyos miembros se perciben a sí mismos como representantes de los intereses de los sectores populares, intereses que suelen no definir pero a los que discursivamente tienden a identificar con los de aquellos que se encuentran en situación de pobreza y/o marginalidad, a los que oponen los de aquéllos a quienes consideran beneficiarios del sistema vigente (una noción de “pueblo” que se aproxima a la ensayada por Laclau).
Estas agrupaciones y quienes pertenecen a ellas, pueden tender a infantilizar y a considerar como desvalidos, incapaces y perpetuamente dependientes del Estado y de los líderes de agrupaciones partidarias y organizaciones sociales a los ciudadanos que integran esos sectores a los que creen representar. Asumen por eso que necesitan de una ayuda absoluta, sostenida y perpetua por parte del estado y de esas agrupaciones y organizaciones, y que no pueden vivir sin su asistencia.
Exhiben una marcada desconfianza en relación con su capacidad de aprendizaje y superación. El resultado de esa desconfianza es la organización de estructuras clientelistas de las que los dirigentes de esas agrupaciones (en función pública o partidaria) y de esas organizaciones sociales son los principales beneficiarios.
Prácticas como las del dirigente social que distribuye la asistencia y se queda con una parte en compensación por el servicio prestado y alegando que la necesita para contar con los recursos económicos necesarios para poder seguir prestándolo, o la del puntero político que “retiene” una parte del sueldo con similares argumentos, siguen siendo, lamentablemente, frecuentes.
Estas situaciones son naturalizadas tanto por sus víctimas como por sus beneficiarios. Los primeros creen que los pobres no pueden vivir sin ellos, y éstos creen que no pueden vivir sin sus explotadores.
Se desarrollan estructuras perversas, para cuyo mantenimiento es imprescindible que exista, y que siga existiendo, pobreza. Que los pobres creyeran en sí mismos, aprendieran a desarrollar actividades económicas autónomas y se independizaran sería para algunos políticos, punteros, y líderes de organizaciones sociales, una verdadera tragedia, porque perderían su razón de ser.
2.- existe otro tipo de agrupación política, cuyos miembros también se autoperciben como representantes de los intereses populares. Sin embargo, en estos casos la construcción del concepto es más compleja, no se identifica con la de ninguno de los autores mencionados, y aunque no necesariamente se pronuncia siempre la palabra “pueblo”, el tipo de representaciones a ella asociados parece siempre que se alude a sus seguidores.
Esta complejidad reside, para empezar, en que los intereses que estas agrupaciones pretenden representar no son los mismos que pretenden representar quienes integran las agrupaciones descriptas en 1. Por lo general, tienden a identificar los intereses populares con los de los sectores medios y altos de la sociedad, si bien manifiestan su pretensión de representar a grupos más amplios, a los que intencionadamente no caracterizan en términos de clase o de intereses económicos: los que trabajan, los que producen, la gente honesta, la mayoría silenciosa.
Esta forma de apelar a su electorado soñado es a la vez inclusiva y excluyente, porque si por un lado parece buscar la inclusión de los “pobres que trabajan”, o de los “pobres honestos”, o de “los pobres que integran la mayoría silenciosa”, por otro los excluye, porque la categoría de “pobre” suele ser simbólicamente asimilada a la de “beneficiario de plan social”, “vago”, “chorro” o “cabecita”.
A pesar de que los límites entre categorías no parecen tan extremos en términos de discurso como en el de las agrupaciones descriptas en 1, podría arriesgarse, a manera de hipótesis, que gran parte de los grupos sociales que en aquéllas conforman el “pueblo”, en éstas conforman algo asimilable al “anti-pueblo”. Y viceversa, por supuesto.
En el discurso de estas agrupaciones se advierte una sana intención de acabar con las estructuras clientelistas de la política, pero esta sana intención es habitualmente acompañada por un odio de clase y una actitud de desprecio respecto de quienes integran esas estructuras en el rol de víctimas. Algunos de sus dirigentes -no todos-, cuando se encuentran en la oposición, reclaman disminución de impuestos y libertad y critican el gasto público y la hipertrofia del estado. Gran parte de sus críticas van dirigidas al gasto social consistente en planes, que denuncian como sinónimos de clientelismo.
Una vez caracterizados estos dos tipos de agrupaciones, se advierte que, cuando confrontan entre sí, las primeras tildan a las segundas de “neoliberales”, y las segundas acusan a las primeras de “populistas”.
Más allá de la imprecisión ideológica de la utilización polémica de ambos términos, meramente empleados como motes denigratorios, esta disputa discursiva parecería tener algún sentido en términos culturales y sociales, ya que los intereses y valores representados por las agrupaciones políticas del primer tipo se ven como distintos –e incluso contrapuestos- a los representados por las agrupaciones políticas del segundo.
Sin embargo, para terminar de comprender la cuestión resulta indispensable describir cómo gobiernan las agrupaciones políticas a las que se tilda de “populistas” y cómo lo hacen aquellas a las que se tilda de “neoliberales”:
1.- Las agrupaciones “populistas”, cuando llegan al gobierno, lo hacen con la conducción de un jefe que se presenta como un líder carismático, al que nadie le discute nada y al que sus adherentes le tienen un poco –o bastante- de miedo. Es que este liderazgo puede darse como si sólo él (o ella) tuviera relación directa con lo que intuye -y pretende hacer intuir a sus adherentes- que es el “pueblo”, de cuya voluntad –cual papa de iglesia católica- oficia de intérprete.
En general las agrupaciones “populistas” en el gobierno suelen exhibir, como si fuera una virtud, un escaso o nulo cuidado de las cuentas públicas. Esta suicida actitud es disfrazada de petición de principios: los (i)responsables políticos de la conducción económica la justifican argumentando que el Estado, en vez de pagar deudas o hacer ajustes como el neoliberalismo, debe ocuparse, cueste lo que cueste, de atender las necesidades sociales.
Donde hay una necesidad hay un derecho. Ese derecho debe reconocerse y satisfacerse, haya o no plata para hacerlo. Pero en vez de satisfacer derechos, como las agrupaciones “populistas” suelen no preocuparse por el desarrollo de estructuras productivas que generen los recursos necesarios para llevar adelante las políticas sociales que promueven, la cosa suele terminar en exceso de emisión monetaria y crisis inflacionarias.
Cuando esto sucede, las agrupaciones “populistas” no tienen más remedio que disfrazarse de “neoliberales”, y comienzan a cuidar las cuentas públicas, a pagar las deudas y a encarar ajustes, implementando políticas impositivas que parecen “regresivas”, pero que el (o la) líder dice que son “progresivas”, y llevando adelante políticas económicas que parecen “neoliberales”, pero que por supuesto, el (o la) líder dice que son “nacionales y populares”. ¿Y quién puede desconfiar de lo que el (o la) líder dice? Si es infalible, cual papa de la iglesia católica, y siempre dice la verdad…
2.- En cambio, cuando las agrupaciones “neoliberales” llegan al gobierno, dicen que lo hacen para acabar con los liderazgos personalistas y los autoritarismos populistas, y para implementar regímenes republicanos y democráticos genuinos.
Sin embargo, al igual que los “populismos”, imponen a líderes “personalistas” y “verticalistas”, que por supuesto afirman ser “democráticos” y “republicanos”. Estos líderes son imprevisibles y arbitrarios, y actúan como si sólo ellos pudieran interpretar los sentimientos de electorados supuestamente agobiados de “populismo”. Por eso, a esos líderes todas y todos sus adherentes les tienen un poco –o bastante- de miedo.
Aunque en la oposición estas agrupaciones se cansan de denunciar el despilfarro populista y declamar la necesidad de ajustar las cuentas públicas, cuando acceden al poder mantienen o incluso incrementan el gasto que les dejan las administraciones “populistas”, ubicando a sus partidarios y partidarias en puestos jerárquicos, intermedios y bajos de las reparticiones estatales, y dejando incólume el gasto social, que es empleado para cooptar a dirigentes de organizaciones sociales, asegurándose de ese modo la tranquilidad de grupos eventualmente contestatarios.
Para hacerlo, mantienen planes existentes y crean otros, con la finalidad declarada de afrontar el caos social dejado por el “populismo”, pero con la finalidad real de profundizar las estructuras clientelísticas comandadas por esos líderes, que ahora se les vuelven afines, o por lo menos complacientes.
En vez de recurrir a la emisión monetaria como los gobiernos “populistas”, en una primera etapa los (i)responsables políticos de la conducción económica afrontan estos gastos acudiendo al endeudamiento externo.
Emitir moneda -dicen- sólo serviría para generar inflación, el peor impuesto para los pobres. Pero como la deuda externa es sólo utilizada para seguir pagando deuda, especulación financiera, para mantener la estructura del Estado, o para sostener estructuras clientelistas; pero no para el desarrollo de estructuras productivas, llega un momento en que el dinero se acaba.
Cuando eso sucede y les resulta imposible seguir pagando las obligaciones contraídas, los acreedores externos ya no les prestan más plata, se pone en evidencia el desfinanciamiento del Estado y suele producirse una crisis recesiva, acompañada a veces de un estallido inflacionario.
Para atender los requerimientos del endeudamiento externo y equilibrar las cuentas públicas, estos gobiernos implementan políticas impositivas –por lo general regresivas- de las que, por supuesto, dicen que son momentáneas y hasta superar la situación de crisis, pero que luego se mantienen en el tiempo. Habitualmente, además, cuando nada de lo anterior funciona, terminan recurriendo a la emisión monetaria.
3.- Como puede advertirse, ambos tipos de agrupaciones terminan gestionando el Estado de un modo muy similar. ¿Cuáles son, entonces, las diferencias entre “populismo” y “neoliberalismo”? La verdad, no lo sé muy bien, pero se me ocurren varias ideas, que me permitiré esbozar y desarrollar a continuación.
En primer lugar, creo que la primera dificultad para comparar y diferenciar ambos tipos de agrupaciones políticas estriba en que, cuando intentamos hacerlo, estamos intentando algo imposible, porque se trata de agrupaciones que se definen en base a criterios de cohesión entre sus miembros cualitativamente diferentes. Es como si estuviéramos comparando peras y manzanas.
El término “populismo” alude a una forma de adhesión a la agrupación y de ejercicio del gobierno que se define como no ideológica o, más aún, como anti-ideológica. De allí, entonces, que dentro de los populismos puedan encontrarse agrupaciones y regímenes políticos que abarcan todo el espectro ideológico.
De ahí, también, que las agrupaciones y los regímenes políticos a los que se denuncia como “populistas” sean capaces de exhibir un pragmatismo y una flexibilidad ideológica tal que, en tanto discursivamente consigan sostener de manera convincente y creíble que ellos representan al pueblo y sus adversarios o enemigos al anti-pueblo, puedan ejecutar sin inmutarse desde medidas consideradas como de extrema izquierda hasta medidas consideradas como de extrema derecha. En cambio, su estilo de gestión, basado en el carisma y en la infalibilidad del (o de la) líder las ubican siempre en el lado derecho del espectro ideológico.
El término “neoliberalismo”, por el contrario, caracteriza a agrupaciones y a regímenes políticos en los que el criterio de cohesión entre sus miembros y/o adherentes refiere a una doctrina o ideología.
El problema es determinar a qué doctrina o ideología, ya que si bien el giro “neoliberalismo” originalmente hace referencia a una doctrina económica, en los últimos tiempos el criterio de cohesión entre miembros y/o adherentes de agrupaciones y regímenes políticos denunciados como “neoliberales” no se define exclusivamente por la adhesión a un programa económico ultra-individualista y defensor de las doctrinas de libre mercado y de no intervención estatal en la oferta y demanda de bienes económicos.
Aunque estas ideas suelen formar parte de sus plataformas, habitualmente promueven también algunas de las ideas y prácticas políticas definitorias del liberalismo democrático clásico, como por ejemplo un difuso republicanismo, una particular defensa de la democracia representativa y de la separación de poderes y, sobre todo, una noción de seguridad jurídica.
El problema, según se ha visto, es que muchos gobiernos elegidos por promover estos valores –denunciados por sus opositores como “neoliberales”- adoptan formas de gestión características de los regímenes populistas.
A su vez, muchos gobiernos que no tienen prejuicios en gestionar la administración mediante formas tildadas por sus opositores como “populistas”, adoptan medidas económicas fundadas en ideas y doctrinas anatematizadas como “neoliberales”. En síntesis, todo gobierno acusado de “populista” toma medidas económicas definidas como “neoliberales”, y todo gobierno denunciado de “neoliberal” gestiona la administración pública de un modo “populista”.
6.- Conclusión
¿Cómo salir de este círculo vicioso? Para empezar, se propone utilizar otros términos para definir a las agrupaciones políticas y a los gobiernos, ya que las palabras hasta aquí empleadas (“populismo” y “neoliberalismo”) sólo evocan representaciones simbólicas vagas y confusas, y oscurecen más que lo que aclaran.
Ya se ha demostrado que la palabra “populismo” no designa nada en términos ideológicos, y la palabra “neoliberalismo”, a esta altura y después de la década del ’90, tampoco. No existen agrupaciones políticas ni gobiernos a los que se pueda calificar impunemente como puramente “neoliberales” o como puramente “populistas”, porque no existe ninguna agrupación ni gobierno que no presente a la vez características “neoliberales” o “populistas”.
Y si lo que hay es -siguiendo a Byung Chul-Han- una cultura neoliberal de fondo que sirve de fundamento al sistema capitalista en su modalidad contemporánea, ello no alcanza para definir a una agrupación o a un gobierno como “neoliberal”, ya que, en tanto parte de esa cultura, todas las agrupaciones y todos los gobiernos lo serían.
De esta cultura neoliberal de fondo, casi ninguna agrupación o gobierno puede escapar, porque difiere bastante del neoliberalismo de la década del ’90 de fines del siglo XX. Se trata, como dije al principio, de un capitalismo financiero con modos de producción posindustriales e inmateriales, basado en un control psicopolítico del futuro, cuya técnica de dominación más importante es el “panóptico digital”, al que nadie parece querer renunciar.
A su vez, también con el marco de esa cultura neoliberal de fondo, casi todas las agrupaciones políticas y gobiernos adoptan estilos de gestión “populistas”, pues esos estilos les permiten una relación más emotiva y menos racional con su electorado, facilitándoles la obtención del sufragio primero y la posibilidad de administrar la cosa pública sin que surjan cuestionamientos dentro de sus filas, después. Si la agrupación A representa al pueblo, y la agrupación B al anti-pueblo, no deberían existir dudas acerca de a quién votar y a quién respaldar. Sería fácil distinguir al amigo del enemigo.
Lo que parecería haber -y esto sí marcaría algún tipo de diferencia ideológica- son agrupaciones y/o gobiernos que se sienten más cómodos con el sistema capitalista global y la cultura neoliberal de fondo, y agrupaciones y/o gobiernos que no se sienten tan cómodos.
Las agrupaciones y/o gobiernos que parecen sentirse más cómodos con el sistema capitalista global y con la cultura neoliberal de fondo tienden a tomar decisiones que encuadran dentro de la lógica de dicho sistema y de dicha cultura, y esas decisiones tienden a resultar más o menos exitosas en tales términos. Eso es razonable, y a mi entender no representa problema ni desde un punto de vista teórico ni desde uno práctico.
Aun cuando no nos gusten determinadas ideas -y particularmente esas ideas no nos gustan en absoluto-, forma parte de las reglas de juego de la democracia representativa aceptar el cambio de preferencias del electorado y la rotación en los cargos de gobierno.
El problema es que las agrupaciones y/o gobiernos que parecen sentirse algo menos cómodos con el sistema capitalista global y la cultura neoliberal de fondo –y que en parte por eso se presentan como alternativas-, han terminado aplicando medidas económicas similares a las aplicadas por las agrupaciones y/o gobiernos que parecen sentirse plenamente cómodos con dicho sistema y con dicha cultura. Esto puede deberse a varias razones:
1. A que el sistema capitalista global y la cultura neoliberal de fondo son demasiado fuertes y poderosos, y resulta muy difícil manejarse de un modo distinto en un mundo en el que las reglas se imponen dentro de la lógica de dicho sistema y de dicha cultura.
2. A que las agrupaciones y/o gobiernos que se sienten algo menos cómodos con el sistema capitalista global y la cultura neoliberal de fondo sólo se sienten “algo menos cómodos”, pero no “absolutamente incómodos” con dicho sistema y con dicha cultura.
3. Complementariamente, que, como esas agrupaciones y/o gobiernos sólo se sienten “algo menos cómodos” pero no “absolutamente incómodos” con el sistema capitalista global y la cultura neoliberal de fondo, carecen de ideas filosóficas y económicas alternativas eficaces para impugnar globalmente dicho sistema.
Dicho esto, entonces, de lo que se trata no es de un conflicto de fondo entre “populismo” y “neoliberalismo”, sino de una cultura neoliberal de fondo que nos atraviesa a todas y a todos, y de un sistema capitalista global hegemónico en el cual no existen alternativas, ya que las que se presentan como tales son meros matices dentro de ese sistema capitalista global.
Por eso, de lo que se trata hoy, para la política, no es de seguir discutiendo sobre falsas disyuntivas en torno a gobiernos y/o agrupaciones políticas, sino de desarrollar un nuevo discurso ideológico global contrahegemónico y de construir, desde el llano, nuevas fuerzas sociales y políticas que lo expresen y difundan.
[1] La aparente estabilidad alcanzada como consecuencia de la convertibilidad permitió a parte de la clase media hacerse de una gran cantidad de dólares “baratos”, gracias a los cuales pudo viajar y adquirir, la mayor parte de las veces en cuotas fijas, bienes necesarios y también de los otros. Este grupo social se convirtió en la base electoral del menemismo primero y de la Alianza que llevaría a De la Rúa al gobierno después. Renunciar a la convertibilidad, o meramente discutirla, hubiera significado para esos grupos políticos la pérdida de una parte importante de su electorado. Por esa razón se insistió en mantenerla, contra viento y marea y con las consecuencias conocidas.